Los raros
Lautrec o el camino de atrás
Por Esther Peñas
20/03/2015
Esos carteles en movimiento, esos cancanes mostrando una serrana pierna alzada guardando perfecto equilibrio de figura. Esos rojos de bufanda, esos amarillos de confetti, sus negros rotundos. En cualquier caso la noche parisiense que esquiva la muerte y se entrega a lo mundano. Como si la noche no tuviera toque de queda. La antítesis del día aovillando los gritos, y la música, y el frenesí. ¿Quién no ha sentido nostalgia al contemplar cualquiera de los carteles de Henri de Toulouse-Lautrec (Albi, 1864 - Château Malromé, 1901)?
La suya es la pintura del homenaje a burdeles, tabernas, baile, perdedores, absenta... hubiera resultado el perfecto burgués siendo noble de no haber escogido el camino del exceso y de la mala vida –según el ángulo-. De exquisita familia, cosmos intelectual y educación, eligió el camino de atrás, ese que se transita con recelo de no ser visto en él.
Su presencia era habitual en el Mirlinton y el Moulin Rouge, también en los hipódromos y los bailes de disfraces del Courrier Français. Su mirada recogía cada detalle, imprimiéndole color, luz y cuerpo. Para luego expresarlo. Como James Dean, vivió deprisa y murió rápido; no dejó, a diferencia del norteamericano, un bello cadáver. El suyo medía apenas un metro con cincuenta centímetros, debido a una enfermedad que le afectó al desarrollo de los huesos; unido a dos fracturas en los fémures, no pudo crecer más. La suya fue estatura poética. Y pictórica. Y de bont vivant.
Como desde temprano supo que quería ser pintor, buscó un apoyo familiar en el que asirse –su tío Charles, siempre los tíos- y se trasladó a París, donde pronto comienza a tejer redes de amistad con pintores, incluyendo a este loco del pelo rojo, como llamó el escritor Irving Stone a van Gogh. Vecino de Degas en Montmartre.
Nunca se interesó por los paisajes impresionistas. Prefirió los ambientes cerrados (quizás por sentirse preso de su cuerpo chico), la iluminación artificial y los encuadres subjetivos. A los dueños de los cabarets les entusiasmaba su estilo, así que no tardaron en pedirle que diseñara carteles que promocionaran sus espectáculos, algo que, lejos de considerarlo una tarea menor, entusiasmaba a Lautrec. Usa recursos procedentes del arte japonés, siluetas y arabescos. Adecua la letra y la imagen, resultando un todo unitario.
Se sentía oriundo de Montmartre, donde frecuentaba a su amigo ‘Valentín, el descoyuntado’, un bailarín insólito, payasos, tragafuegos, bailarinas y prostitutas... De vez en cuando viajaba con el acicate de algún encargo, como cuando fue a Londres a pintar el cartel de la obra ‘Salomé’, de Wilde, a quien también retrató.
Sus continuos abusos del alcohol le reportaban alucinaciones aterradoras (famosa es la anécdota que le sitúa disparando a las paredes de su casa tratando de acabar con unas arañas que, por otro lado, nunca estuvieron allí). Delirium tremens. Manías, neurosis y depresiones no le abandonaron, y le empujaron, poco a poco, hasta el regazo de su madre, en presencia de quien expiró. Su madre siempre resultó una presencia palpitante en su pintura. Con una aureola de distancia (acaso como Felicidad Blanc, pero preferentemente de perfil).
Quedan muchas obras en las que perderse. ‘El baño’, con esa delicada muchacha de espaldas, pelirroja, tan blanca, y esa postura que sin ser ya noble no pierde encanto; ‘La Goulue’, en honor de la glotonería de uno de los bailarines del Molin Rouge que retrata; ‘El Salón de la Rue de Moulins’, con esas meretrices indolentes, tan naturales; ‘Las dos amigas’, y su particular visión sobre la homosexualidad femenina, más sutil y delicada... pero tantas otras.
De Toulouse-Lautrec resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.